En las orillas del río Jordán, Juan el Bautista predica la conversión de los pecados para poder acoger el reino de Dios que ya está cerca. Jesús baja con la multitud al agua para hacerse bautizar. El bautismo para los judíos era un rito penitencial, en el cual confesaban sus propios pecados. Pero el Bautismo que Jesús recibe no es solamente un bautismo de penitencia. La manifestación del Padre y del Espíritu Santo le dan a este Bautismo un significado preciso. Jesús es proclamado “Hijo amado”, y sobre él se posa el Espíritu que lo invisten de la misión del profeta, anuncio del mensaje de la salvación; del sacerdote, único sacrificio aceptado por el Padre; de rey, Mesías esperado como salvador.
Jesús no toma distancia de una humanidad pecadora, es un hombre entre los hombres, que se ha encarnado en una humanidad pecadora, pero Él no es pecador. Jesús en las aguas del Jordán no confiesa sus pecados porque no los tiene. Él es sin pecado. Él confiesa por cada uno de nosotros. La universalidad de su confesión es la santidad de su existencia, y hace pasar la vieja humanidad a una humanidad nueva.
Nacidos en la fe de la Iglesia, los fieles tenemos la necesidad de redescubrir la grandeza y la exigencia de nuestra vocación bautismal, es paradojal que el Bautismo que nos hace miembros vivos del Cuerpo de Cristo, no esté en el centro de nuestra conciencia explícita de cristianos, y que no sea el Bautismo un momento decisivo en cada una de nuestras vidas.
El Bautismo que hemos recibido en el nombre de Cristo nos pone en comunión con Dios y nos integra a la familia de Dios, es un nuevo nacimiento, es un paso de la solidaridad en el pecado a la solidaridad en el amor, de las tinieblas y de la soledad al mundo nuevo de la hermandad. Se hace necesario que cada uno de nosotros redescubra el Bautismo como un momento importante en nuestras vidas, en la cual Dios, en su potencia salvadora, nos ha comunicado la redención y nos ha hecho sus hijos. El Bautismo nos hace miembros de un nuevo pueblo, el pueblo de la salvación.