El amor no hace distinciones, el amor que Dios nos tiene se manifestó en el envío de su Hijo al mundo a todos sin distinciones ni excepciones. El que se sabe así amado por Dios y perdonado, ama y perdona a su vez sin acepción de personas. Pedro supera su propia estrechez y recibe a los paganos y no se siente en ningún modo superior. Sólo amando y practicando la justicia podemos conocer a Dios. Dios no se deja conocer en conceptos, ni donde nosotros queremos, sino como y donde Él dice que está y se le conoce: en el amor que entrega la propia vida a los demás. En la última cena Jesús habla apasionadamente y con insistencia del amor, que es la gran revelación del evangelio. Amor del Padre Celeste por el Hijo, del Hijo por el Padre, de Cristo por nosotros, de nosotros por nuestros hermanos. No existe alegría más grande que la presencia del amor. Un amor que debe ser testimoniado en miles de modos y hacia todos, como el precioso fruto del evangelio, para convencer al mundo de no cerrar las puertas a Cristo, si no queremos llegar a ser como Iglesia un desierto.